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El «impuestazo» a las energéticas: un desatino político.

Las consecuencias económicas y sociales de la guerra en Ucrania provocaron un aumento en los precios de ciertos productos. Para repartir equitativamente el coste inflacionario, la Ley 38/2022, de 27 de diciembre, introdujo un gravamen excepcional no tributario dirigido a sectores cuyos márgenes de beneficios se consideraba favorecidos por la escalada de precios, como son, según indica la exposición de motivos de la Ley, las compañías energéticas.

El «gravamen excepcional», es temporal para los años 2023 y 2024, el tipo es del 1,2 % sobre la cifra de negocios de las empresas del sector eléctrico, gasista y petrolero. Su naturaleza jurídica es la de prestación patrimonial de carácter público no tributario, es decir, un pago obligatorio al Estado que no se considera un impuesto en el sentido habitual del término. No es deducible del Impuesto sobre Sociedades, ni se puede trasladar a los clientes, constituyendo una infracción grave el incumplimiento de cualquiera de estas obligaciones. El tipo tributario se fijó con base en unas expectativas recaudatorias anuales de 2.000 millones de euros, que, según la citada exposición de motivos, «no parece que supongan un importe desproporcionado si se consideran los beneficios pasados o estimados para los próximos años y los dividendos distribuidos a los accionistas». Para ser claros, una exposición de motivos que denota tanto confianza como arrogancia.

El gobierno pretendía que el gravamen temporal extendiera sus efectos más allá de 2024 Incluyéndolo en una ley más amplia, en concreto en la Ley que transpone la Directiva (UE) 2022/2523 del Consejo de 15 de diciembre de 2022 relativa a la garantía de un nivel mínimo global de imposición para los grupos de empresas multinacionales y los grupos nacionales de gran magnitud en la Unión, una Ley que establece entre otras cuestiones, un tope mínimo de tributación del 15% a las multinacionales.

A pesar de las presiones empresariales, la falta de apoyo parlamentario y el anuncio de reducción de inversiones por parte de las empresas energéticas, el gobierno estaba decidido a mantener el impuesto en los próximos años. De los argumentos esgrimidos, los medioambientales han sido los de mayor peso: reducir el consumo de energía, inversiones en energías renovables, descarbonización, autonomía energética, mayor consumo de renovables y eficiencia energética. Pero utilizar el cambio climático como justificación para recaudar impuestos es una estrategia tan forzada como poderosa, lo que obliga a eliminar el ruido que siempre rodea al cambio climático para llegar a conclusiones sensatas.

En este mismo espacio, hace tiempo aludíamos que las decisiones de inversión de las empresas energéticas, además de otros factores, dependen de la carga tributaria (véase artículo). Una mayor carga impositiva se traduce en una menor inversión, y al revés, una menor carga fomenta una mayor inversión. Entonces, si se hubiera normalizado lo que en su día fue una medida excepcional, no cabe duda de que afectaría a las inversiones de las compañías energéticas que son las únicas que, ante el cambio climático, destinan recursos a la producción de combustibles y carburantes no contaminantes de cero emisiones netas. En aquel momento (véase artículo) nos preguntábamos si los ciudadanos habríamos aceptado un tributo similar al energético, que gravara a las empresas farmacéuticas mientras investigaban una vacuna contra el COVID. Entonces, ante la anunciada apocalipsis climática ¿por qué no dejamos que las compañías de petróleo, gas y electricidad trabajen sin cuestionar sus beneficios ni su responsabilidad ambiental? Lo apremiante es constatar si seremos capaces de desarrollar una «vacuna» con la tecnología suficiente.

En nuestra opinión, el interés por mantener este gravamen no es otro que reducir los beneficios de estas empresas y transferir al gobierno sus decisiones de inversión. Las empresas de gas, petróleo y electricidad pueden decidir sobre la totalidad de sus ingresos, sin embargo, si el impuesto se mantuviera, una parte de esos ingresos tendría que ser transferida al Estado, quien decidiría cómo deben gastarse esos fondos.

Esto es contrario a lo razonable, que es destinar la mayor cantidad posible a la producción de energía no contaminante, evitando que los ingresos públicos se pierdan, se eternicen o se inutilicen en los laberintos burocráticos y administrativos, un inconveniente que se percibe en todas partes. Como indicó hace tiempo (Apr 26th 2023) la revista The Economist: «Para que España se convierta en una planta de energía verde para Europa, acorde con su capacidad, las barreras son tan formidables como lo son los Pirineos».

El impuesto, lejos de tener futuro, nació muerto y sujeto a errores profundos que renueva los fallos del pasado. El gobierno ofreció primas para la generación de energía, que se volvieron impagables, lo que llevó a incumplir sus promesas, y ahora los inversores exigen enormes indemnizaciones. La decisión de implementar el impuesto sobre las ventas minoristas de determinados hidrocarburos para financiar a las Comunidades Autónomas, contrario al derecho de la Unión, derivó en la devolución de sumas millonarias a los consumidores. La reciente Sentencia del Tribunal Supremo ha vuelto a mostrar una vez más la torpeza del gobierno que en su día instituyó el tramo autonómico del impuesto sobre hidrocarburos contrario a la Directiva 2003/96, y por la que se prevén unas devoluciones superiores a 5.000 millones de euros. En última instancia, es muy difícil comprender la necesidad de mantener el gravamen, e igualmente difícil evitar la percepción de que el gobierno no ha atendido las preocupaciones de las industrias afectadas. Decía Ortega y Gasset (La rebelión de las masas, 1946- Espasa) que los políticos deben «volver a colaborar» con los «profetas» que actúan como «registros sísmicos del porvenir», cosa que según él, siempre lo habían hecho. Para los empresarios y expertos, a quienes Ortega sugiere como «profetas», el «impuestazo» es contrario al Derecho de la Unión Europea, origina una evidente discriminación de unas compañías frente a otras, además de producirse una doble imposición. Y por si fuera poco, el hecho de introducir un «elemento artificial de coste», a pesar de la prohibición de trasladarlo al cliente, necesita ser tenido en cuenta, como lo es el coste de los salarios, lo que tarde o temprano se transferiría al consumidor. Por el lado ambiental, las empresas y expertos han insistido diariamente en que mantener el impuesto sobre la cifra de ventas es un claro desincentivo a la inversión, pues es evidente que impuestos más altos hacen que la producción y exploración de nuevos recursos energéticos sean económicamente menos viables.

Por último, el gobierno debería recordar que en el contexto actual de revisión de la Directiva sobre la imposición de los productos energéticos y la electricidad, la Comisión Europea insiste en que las iniciativas fiscales de los Estados miembros deben promover las tecnologías limpias y fomentar la inversión en una industria ecológica nueva e innovadora. Esto implica, según la Comisión, clarificar las normas para que los inversores y los innovadores puedan planificar sus inversiones a largo plazo de forma más segura. En definitiva, aunque la medida de mantener el gravamen más allá de 2024 buscaba abordar problemas ambiguos no especificados relacionados con las compañías energéticas, lo cierto es que también planteaba riesgos significativos que deben ser cuidadosamente considerados.

Eduardo Espejo Iglesias
FIDE Tax & Legal